3-EL MENSAJE
El ciberanticuario debería haberse callado. Me dijo que el texto de la famosa escena del brazo robótico clavando un chip en una cabeza estaba basado en hechos reales.
—¿Cómo va a haber un marcaje de la población tan bestia?
Me miraba con una cara que me hacía sentir como un ignorante.
—¿Puedo ser escéptico?
No me respondió. Me negaba a creer lo que se escenificaba en el supuesto guion. Aunque el Mundo Reserva esconde miserias e injusticias a mansalva. Clavar un filamento en el cartílago craneal para que con la edad se osifique. No sería necesario consultar en una IA para saber que vena yacía pegada por debajo del hueso en esa zona. Una zona tan delicada que lo hacía prácticamente no extraíble. Todo eso hacían del artilugio microscópico, tipo GPS antiguo, algo muy perverso. En ninguna de las Reservas en las que estuve el control fue tan indisimuladamente obsceno.
Sin que le insistiera empezó a adentrarse en una extraña historia. Dijo que halló un mensaje en una botella. Contenía un extraño código junto con los datos de unas coordenadas geográficas. Eran la latitud y longitud de una isla de lo que durante siglos se llamó Mar Mediterráneo. El hallazgo le impresionó. Correspondía a la desconocida Reserva 257. El código era la llave de recuperación de una memoria digital perdida en el ciberespacio que flotaba en la Red como si fuera basura espacial. Contenía el maldito texto del guion.
—Vivir en la Reserva 257 debe ser una cárcel en vida —me dijo.
No sé. «Cada lugar tiene sus defectos», pensé.
—Allí no pudieron llegar los Emancipados —añadió.
Eso me hizo sospechar que no fuera una de las Reservas malditas.
—¿No tienen religión? ¿Son unos ateos como en la Reserva 17?
—No, peor —contestó inquieto—. El Sistema lo controla todo, hasta la fecha de la muerte.
—¿Qué quieres decir con hasta la muerte?
—Lo llaman la Ida del Humo, el momento en que el Sistema te viene a buscar para eliminarte.
Me dejó apesadumbrado y tardé en reaccionar.
—Eso es una pesadilla.
—¿Habrá que hacer algo?
—A qué te refieres.
—Me desespera imaginarlo, que no puedan escaparse.
—Son centenares las Reservas…
Nunca entendí esa búsqueda de justicia altruista.
—Ya lo sé… otra lucha perdida. Pero desde que cayó el mensaje en mis manos, no vivo tranquilo.
—Es este maldito mundo.
—No saber del sufrimiento ajeno, un consuelo del autoengaño.
—¿Acaso no están por eso los muros?
—No sé cómo llegamos a esto.
—¿Importa? —Empezaba a cansarme esa conversación—¿Saberlo cambiaría en algo las cosas?
—Al menos por no repetir los desmanes de los humanos.
—Que ingenuidad. Estamos abocados a sufrir.
—Me resisto a pensarlo. A mí me basta con creer…
No quiso acabar la frase. Tampoco pude evitar preguntárselo.
—¿Confías en mí?
Me miró un instante, luego se perdió en el infinito.
—No me desagradan los emancipados.
—Lo respeto. Pero ten cuidado.
Me entregó la maldita memoria con los textos.
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