6-IRIA SE DESPIERTA. RESERVA 257
La anciana Iria se despierta sobresaltada. No sabe dónde está. Sentada en la cama jadea atemorizada.
La luz fría de enero penetra a través de las persianas entreabiertas. Amanece y en la estancia domina la penumbra. Iria busca con la mirada algo que la pueda ayudar. Se fija en las cortinas de la ventana. El estampado le es familiar. Al lado hay un perchero de roble. «Es el que me regaló mi padre». A los pies del lecho una silla con espaldar tiene un medallón forrado en rojo. Es la de su madre, inconfundible.
—Estoy en mi cuarto —Suspira más tranquila.
Se lleva la mano al cuello sudado. Gira su rostro a su derecha. La cama está vacía, la colcha planchada y la almohada sin arrugar. Alarga la mano para palpar su realidad. «Ha sido una pesadilla», piensa. Cierra los ojos intentando contener el llanto. Ha vuelto a soñar con Baruch. Hace tres años de su Ida del Humo. A su esposo se lo llevó el Sistema una mañana de invierno.
De repente, le vuelve la inquietad. Se acerca las palmas al pecho. Los latidos le corren rápidos y a trompicones. «Tengo frío». Aprieta sus manos contra el tórax.
—Baruch, tengo miedo.
Lo irremediable no puede demorarse más.
—Lo haré —susurra.
Inhala hondo y lentamente se abandona a su destino. Voltea suave su brazo izquierdo hasta que se puede ver el dorso de la mano. Su piel sigue intacta. Su reloj vital no se manifiesta.
—No puede ser —dice con voz quebradiza.
Levanta la cabeza, mira al infinito pensativa.
—El miércoles de la semana que viene cumpliré años.
No lo entiende. Es la mañana de un lunes a mediados de enero. Le faltan nueve días para su Ida del Humo.
El momento en que el Sistema de la Reserva 257 la apartará de la vida. Siempre llega el aviso con 172.800,00 segundos de antelación. En rojo capilar se hace visible en la epidermis. Aparece la cifra de un reloj digital en una cuenta atrás con los últimos cientos de miles de segundos. Surge de manera espontánea, indolora, en el dorso de la mano izquierda. Son las cuarenta y ocho horas que concede el Sistema a todo humano para poder preparar su despedida.
A Iria no le cuadra su cuenta de segundos. Hace cinco años tuvo que ceder una semana de su tiempo de vida. No disponía de los Seits suficientes para costearse una extirpación tumoral de mama. Canjeó la deuda.
—Igual se olvidaron —musita, sonriendo—, y no me restaron los siete días.
Ilusionada imagina que todavía le quedan nueve días. Son muchos más de los dos previstos. Le alegra creerlo, aunque sabe que pensarlo no es lo correcto.
El Sistema necesita de ese equilibrio para poder asegurar la supervivencia de la Humanidad. «Todos debemos tener los mismos derechos y obligaciones, nadie puede gastar más del máximo del tiempo concedido». Hace décadas que se lo enseñaron. Es una de las premisas del Sistema. Los bienes son muy escasos para tanta población entre los muros de la isla. El tiempo es un bien muy preciado.
«No es justo para los demás disfrutar de más segundos». Se siente culpable. Quebrantará una norma. El tiempo que ganará no es suyo. Es un agravio comparativo, como si restase un tiempo al resto de la Humanidad.
El Sistema nunca se equivocaría en contra de su cuenta general. Se percata de lo absurdo que es pensar en un error. «Se me escapa algo». Le vuelve el recuerdo de Baruch. Él también fue víctima de un fallo. «Una injusticia, siempre tuve esa convicción». A Baruch le restaron siete preciosos días.
Hacía tres años. Una mañana, de imprevisto, a Baruch se le apareció la cifra de los 172.800,00 segundos. Los números empezaron a rodarle en el reverso de la palma izquierda, justo por encima de los nudillos. Él disimuló su cronómetro imborrable con unos guantes.
—Me dijo que tenía frío —habla sola con la mirada perdida.
Baruch tardó horas en avisarla. No porque no quisiera realizar la Ida del Humo. Fue por lo inesperado de la sorpresa. «No quería preocuparme», suspira. Era irremediable y se lo comunicó a destiempo. Aún así, pudieron preparar una Ida del Humo digna.
Ella recuerda cómo se lo explicó. Él supuso que sus padres le habrían consumido esos segundos durante la infancia. Fueron los inicios de la nueva era, unos años tras la gran crisis del siglo XXI cuando las penurias obligaron a su familia.
—Tampoco recordaba haber cedido nunca parte de su tiempo —susurra con las pupilas fijada al infinito.
Sigue admirando la entereza de su amante, esposo y amigo. «Ni un segundo dedicó al reproche». Fueron unas horas de caricias, palabras gratas pensando en el recuerdo cara al futuro. Sonríe, emocionada.
—Mi Baruch desprendió amor hasta el último segundo.
Pensando en el tiempo que le habían restado a Baruch, cree tener todo el derecho para disfrutarlo ella. No sabe por qué todavía no le ha aparecido en su piel su reloj vital. Decide esperar, disfrutar de cada momento, de cada segundo de más.
—¡Baruch, no me siento egoísta!
Una lágrima le corre por la mejilla.
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