12. LIMONADA. RESERVA 257
Cada vez me cuesta más despistar a estos coyotes. Me envió un mensaje en ciberanticuario agradeciéndome que hubiera hecho caso a los Emancipados. No me gustó, aunque tampoco se lo hice saber…
Bueno aquí envío la nueva descarga.
#Download https://www.instagram.com/reel/C2N7ynsocZw/?igsh=MWRmajRrbjhkNG80YQ%3D%3D
El hombre de la bicicleta ha visto toda la escena del porche. Deja su vehículo tirado en el asfalto. Corre hacia el portón del jardín. No parar de llamarla.
—¡Señora, señora!
Abre la barrera del parterre, entra y se dirige hasta el cobertizo. En el balancín está tumbada la sexagenaria.
—¡Señora! —insiste
Se agacha. Iria sigue aturdida. Gira su rostro pálido hacía la voz del extraño.
—¿Señora, se encuentra bien?
El movimiento de la anciana le alivia.
Iria ve nublado. No identifica el espejismo que tiene delante.
—¿Le duele algo?
Ella, quieta, intenta enfocarlo. El perfil del descocido no dibuja ningún casco, no parece un soldado de la UMS. Empieza a aclararse la vista. El hombre lleva un jersey de lana hecho a mano, debajo una camisa de hilo de vellón y los típicos pantalones de pana.
Los inviernos se han vuelto muy fríos y lluviosos, los veranos muy calurosos y húmedos. Es una época en la que se impone ser práctico, el vestir es para cubrirse y estar cómodo. Sólo en las situaciones especiales se lucen buenas galas o se hace culto a la estética superficial. En esas ocasiones singulares tampoco se hace por petulancia. Es una forma de manifestar alegría, solemnidad o un motivo de distinción frente a lo cotidiano. Una época nueva dónde los días de lucir con cierto fasto son escasos y éste debe ser comedido para no rozar con la osadía. El respecto a los demás se impone por educación, más en el vestir, que es sencillo y pragmático. Ostentar formó parte de viejas culturas más superficiales, con la esclavitud de la moda y el consumismo, sobre todo, a finales del siglo XX y principios del XXI. Un tiempo en qué lo banal y superficial se impuso con el culto al físico.
—¿Le duele algo? —vuelve a preguntarle.
Iria niega con la cabeza. Miente, le oprime el alma. Un dolor profundo y sordo que a un desconocido no le interesa.
—¿Se encuentra bien? —insiste.
Sin hablar, Iria hace otro gesto afirmativo.
—Sí, estoy bien.
Acaba por contestar. Su voz es amable, pero quebradiza. El timbre profundo de sus palabras marca otro silencio. Intenso y que dura mientras observa los restos esparcidos por el zaguán. Cristales y las plumas de colores maltrechas yacen sobre el tablado.
—He visto cómo han venido los de blanco —dice el individuo de mediana edad.
Iria se gira a la voz del extraño, observa su rostro. Es un hombre de unos cuarenta años, rubio y de pelo corto, tiene los ojos claros como el cielo. Al contemplar su cara, de rasgos marcados y bien perfilados, nota una extraña paz.
El hombre gira su rostro hacia los restos del escenario de la incursión del Escuadrón de la Ida del Humo.
—No sé qué habrán venido a buscar —pregunta el hombre—. Y ¿esas plumas?
—Un gorrión —dice Iria.
—¿Su mascota?
—No, una incauta ave que cayó del cielo.
El hombre le sonríe. Se levanta para dirigirse al portal. La puerta sigue abierta. El palastro de la cerradura ha saltado y mal cuelga. La espiga del marco está rota. La entrada está tapizada con los cristales de la luna fulminada de un mueble. El recibidor de madera muestra un enorme boquete en el hueco del espejo con el estante cubierto por una fina película de vidrio. Los objetos que hay colocados están espolvoreados con nieve de cristal. Son una linterna portátil apoyada boca abajo, un juego de llaves y dos marcos con las fotografías de la anciana junto a un hombre de parecida edad y otra, más antigua, de un hombre de unos cuarenta años.
En el suelo se ven los restos de plumas de colores, gotas de sangre y un pequeño revoltijo de vísceras, piel y huesos. Se agacha. Inspecciona los despojos del animal. Encuentra un pequeño transmisor entre lo que queda del amasijo de sus alas. Falta una garra. Es la que llevaba la arandela de identidad.
El hombre hace pinza a su reloj de la muñeca derecha con los dedos. Da un giro de mano, con el pulgar zurdo desplaza y voltea el cristal de la esfera. Entonces, como si fuera una lupa, repasa los despojos. El cristal se ha oscurecido, a través de la lente puede detectar cualquier onda electromagnética. Nada brilla. La característica señal verdosa fluorescente de un microfilamento tampoco aparece. «Tengo el transmisor. Sólo falta la garra anillada». Sonríe. Sin preguntar, se levanta y adentra en la casa.
Iria ve como el extraño accede a su hogar. No le dice nada.
A cada paso, le crujen las suelas. Observa como todo aparenta estar en orden.
—¡¿Hola?!
Nada se escucha dentro.
—¡¿Hay alguien?! —insiste.
Otra vez sin respuesta. No parece que haya nadie más. Duda si recorrer toda la casa y se queda de pie en el comedor.
—Será peor —susurra.
Mira la escalera interior, pero decide volver con la anciana.
—Señora, no hay nadie.
Ella vuelve a fijarse con los ojos azules. El desconocido no le aparta los suyos. Al poco, le habla.
—Joven, aquí solo vivo yo.
El hombre suspira, aliviado.
—¿Qué buscaban los polis?
—No lo sé.
—Le han destrozado la entrada.
—Creí… —titubea, antes de rectificar—. Pensaba que me venían a buscar.
No la entiende, tampoco le pregunta. Continua atento.
—Pronto será mi Ida del Humo, pensé que se me habría adelantado.
El desconocido le coge la mano izquierda, con suavidad la voltea para poder verle el dorso. Ella se deja hacer. La piel no está enrojecida.
—Señora, todavía no se le ha activado la cuenta.
—Está estropeada —dice convencida.
—¿Estropeada?
Queda tan sorprendido por la ocurrencia que no pudo evitar reír.
—Se me ha roto —insiste, molesta—. Debería haberse iniciado la cuenta atrás, pero no me sucede.
La mirada de Iria está como perdida, sus ojos son tristes y turbios, todavía no se ha recuperado del sobresalto. Él se ha percatado, piensa que está enferma. «Maldita demencia».
—¿Usted no se habrá descontado?
Le sonríe, quitándole importancia. Intenta acariciarle la cara, pero frena el gesto en el último instante. Ella continua seria.
—No creo. Dentro de nueve días cumplo sesenta y cinco.
—Con más razón —insiste—, todavía le quedan siete días para que se active la última cifra.
Acaba la frase y se arrepiente de haber usado ese término tan definitivo.
—Tienes razón, pero deberían haberme restado los segundos de una semana. Es la que tuve que ceder para un tratamiento de salud.
El hombre queda atónito. Escuchar como resume sus segundos terminales con fríos vocablos contables le estremece. Se pone de cuclillas, frente a frente se miran, y le coge de las manos.
—Señora, el Sistema nunca falla.
Intenta decírselo con una sonrisa, necesita convencerla. Ella sigue con su mirada ausente.
—Si le hubieran restado siete días su cuenta hoy estaría visible. A lo mejor, se habrá descontado usted.
—No, joven —replica—. A mi esposo se le equivocó el Sistema.
El hombre calla, busca en sus pupilas un atisbo de esperanza que no encuentra.
—Ah ¿sí?
Sonríe. No quería ofenderla, decide seguirle el juego.
—Sí, a él le apareció su cuenta siete días antes de lo que debía.
—Curioso —lo dice intrigado, aunque empieza a sospechar los motivos del descuento.
—Sí. Mi pobre Baruch me dijo que a sus padres les debieron haber quitado esos días durante su infancia.
La escucha muy atento. Se va convenciendo por momentos.
—Yo no me lo creí, sonaba a excusa.
El asiente con la cabeza, mientras ella respira muy hondo.
—El Sistema erró.
Lo dice tan convencida, como totalmente resignada. Se queda pensativa, el recuerdo inevitable de su esposo le acompañaba. El hombre no sabe que decirle, aunque lo ha entendido todo.
—Él creía en el Sistema, por eso en su cabeza no cabía ningún equívoco. El Sistema nunca fallar, también lo decía mi Baruch. Tuvo que dar la culpa a las penurias que pasaron sus pobres padres. Eran tiempos difíciles. Ellos no estaban y no pude discutirle su verdad. Ahora sé que yo tenía razón, fue un fallo del Sistema.
Iria hace su discurso tan firme que incluso parece convincente. Él mantiene el instante contemplando el gesto triste de la anciana. Tiene que coger fuerzas antes de hablar.
—¿Hace mucho de... su tratamiento?
—No, sólo hace cinco años.
—Baruch, ¿así se llamaba su esposo?
—Sí, Baruch Green.
Lo dice orgullosa y los ojos le empiezan a brillar. De repente, la expresión perdida de la anciana se difumina.
—Señora, ¿fue usted al Banco del Tiempo para la transacción por sus días, los segundos de esa semana para el tratamiento de su enfermedad?
Duda si ha sido prudente, pero se imaginaba la respuesta.
—No. Yo estaba en el hospital, lo gestionó todo Baruch.
—Baruch, qué gran tipo.
Le parece evidente que canjeara los siete días de su cuenta. Un hombre que había cedido su tiempo por amor era memorable, máxime si ese secreto no había trascendido. No acaba de comprender como esa mujer aún no se ha dado cuenta. La mirada de la anciana es limpia, no se vislumbraba la mentira tras sus ojos grises. Lo honesto para Baruch sería que Iria supiera la verdad, tampoco era justo para Iria no conocerla.
—Veo que Baruch la quería mucho —insiste—. ¡Qué gran tipo fue Baruch!
Tras una breve pausa, prosigue.
—Curiosa coincidencia de días. Pero, yo sigo pensando como Baruch que el Sistema no se equivoca nunca.
Se levanta y la besó en la frente. Iria queda sorprendida por el gesto.
—¿Por qué me dice esto...?
Iria calla, interrumpida por su pensamiento. Nunca había caído en la cuenta de que esos siete días que se le adelantaron a Baruch eran los mismos que a ella le había costado su tratamiento de salud. «No puede ser». Nunca creyó esa historia de los padres de su esposo, era imposible que gastaran el tiempo de su hijo por dinero. Esa duda quedó sin resolver, perdida en el olvido nunca había sido un motivo de gran preocupación. Era muy raro que el Sistema se equivocase. No era una creyente, ni una sumisa del Sistema. Creer que pudiera haber algún error le agradaba. De repente, la vieja duda despertó. Se le hacen muy presente con las palabras de ese hombre. Una nueva certeza se iluminó como una repentina clarividencia. La vieja incertidumbre se esfumó de inmediato. Baruch habría cedido su tiempo para pagar la deuda de salud. Se queda perpleja. Baruch nunca se lo mencionó, ni atisbó sospecha alguna en sus últimas horas durante la preparación de la Ida del Humo. Ni un gesto de debilidad que la pudiera sembrar suspicacias. Recordó cómo le embargaba una gran emoción contenida. Que hablaron mucho, recordando sus días de convivencia, se perdonaron reproches y limpiaron sus almas de los pequeños sinsabores cuotidianos. Se asumió la repentina Ida de Humo adelantada en siete días sin más, y tenían que aprovechar los últimos segundos de felicidad. Nada podía empañar el adiós.
Iria acaba de conocer que Baruch fue capaz de llevarse su gran secreto a la tumba. No soportaba verla sufrir. Cierra los ojos. Las lágrimas le brotan. La imagen de Baruch se le aparece en el porche, a su lado. Alto, fuerte y con su barba canosa le sonríe en medio del zaguán. El mismo gesto de cuando se lo llevaron.
El hombre observa a la anciana llorosa. Siente pena por ella. «Que estúpido soy. Primero el gorrión y ahora esto». Resopla.
Iria no entiende cómo no se había percatado antes. Se siente estúpida, rabiosa por no haberlo podido impedir. Hubiera preferido un equívoco del Sistema. Vuelve a recordar cómo la sorpresiva Ida del Humo de Baruch la pilló desprevenida. «La entereza de Baruch me sobrepasó». Durante esas horas no se le pasó ni un segundo por su cabeza que el él hubiera cedido su tiempo. Todo se centraba en agotar los últimos segundos en la despedida. Escuchar su voz, notar su tacto y su calor, recordar los innumerables ratos de felicidad que habían dado.
Acaba de percatarse de algo oneroso para ella. Baruch, su esposo, amigo y amante, había entregado los segundos de una semana de su vida por ella. Abre los ojos. El hombre que ha aparecido en su porche está de pie contemplando los daños de la incursión policial. Acerca al portal su mano y toca las maderas maltrechas.
—Señora si me deja le arreglo la puerta —le dice—. El marco es recuperable. Solo necesita cambiar la cerradura. Añadir un poco de pasta de madera. Limar. No es mucho trabajo.
Iria sigue llorosa.
—Joven ¿Cómo te llamas?
Se gira hacia ella.
—Me llamo Eloy.
—Gracias Eloy.
El motivo de su agradecimiento es evidente. Eloy no resiste su escrutinio y vuelve a inspeccionar la puerta. Responde sin mirarla.
—De nada señora. Me ha caído bien y le cobraré el arreglo a buen precio —Ríe.
Intenta mostrase ajeno a la tristeza de Iria.
—¿Puedo hacerlo ahora? —le pregunta, girando el rostro hacia ella, otra vez—. Tengo tiempo.
Iria suspira para sobreponerse.
—Sólo tengo que ir a buscar unas herramientas, no vivo muy lejos.
—Perfecto —Sonríe.
—Enseguida estaré de vuelta.
—Le espero.
Eloy no se lo piensa más. Sale corriendo hacia la calle. Recoge la bicicleta. Cuando iba a comenzar a pedalear, se para.
—¡Señora, perdone!¡¿Cómo se llama?! —grita desde la calle.
—Iria, ¡Iria Green! —vocea desde el porche.
El apellido de casada se le llena la boca. Suena claro, alto y diáfano. Siempre le había gustado su apellido de casada, pero ese día le sabe cómo a algo muy especial.
Comentarios
Publicar un comentario