15. EL PORCHE. RESERVA 257

 

Aquí nieva. No sé en el pasado que tiempo estará haciendo. No sé si ya habéis empezado las radiaciones o estáis sin creeros lo del cambio climático. En fin… os envío una nueva entrega.

 

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Eloy entra por el portón del jardín de la casa de Iria, sujeta la caja con sus abalorios de carpintería.

Iria barre el porche. Se detiene al verlo. Su intuición no le ha fallado, Eloy parece una persona de palabra.

—¡Hola Iria!

—¡Hola! 

Lo saluda y se le ilumina la cara. Le ilusionan las visitas.

—¿Qué está haciendo? ¿No ve que ahora quedará perdido otra vez? Luego se lo dejaré limpio, no se preocupe.

—No importa. 

Eloy deja la caja en el suelo y se dispone a inspeccionar el marco de la puerta. Iria está muy contenta. Hace años que no tiene invitados.

—¿Querrás un refresco? 

—Gracias. No se moleste.

—Faltaría más —insiste—. Hago muy buena limonada.

Eloy asiente con la mirada.

—Me encanta la limonada.

—Muy bien.

Le ilusiona poder volver a exprimir cítricos para otros. Se dirige a la cocina toda dispuesta.

Eloy empieza a sacar herramientas. El apaño en la puerta parece fácil. Al rato aparece la anciana con una bandeja. Le ha colocado un viejo mantel bordado y llevaba una jarra con dos vasos de cristal. Son de una antigua vajilla que heredó de su madre. Los deja sobre la mesilla del porche, al lado de su mecedora.

—Aquí está, limonada para reponer fuerzas.

     Eloy la mira mientras deja el azafate. Hace tiempo que nadie le preparaba un refresco tan bien servido. Necesita conocer qué le han dicho los militares del Escuadrón de la Ida del Humo, le intriga que puede saber Iria. El agradable momento es un buen apoyo.

—Me pregunto si le dijeron nada esos policías —lo dice sin desprender la mirada de la superficie de madera de pino que está alisando.

—A mi no me dijeron nada.

—¿A usted no? —Eloy prosigue con su tarea— ¿A quién se lo dirigieron?

Él vio cómo llamaron al timbre y al rato se adentraron con violencia en la casa.

—Llamaban a una mujer —explica Iria.

El sigue muy concentrado con su faena.

—¿Una mujer? —insiste, disimulando.

—Bueno, eso gritaban —matiza la anciana—. Pero aquí sólo vivo yo y no era mi nombre.

Eloy se queda en silencio.

—Un poco de pasta de madera y ya estará.

—Mejor nos la tomamos ahora —señala la bebida—, está fresca.

Le preocupa que se disuelva el escaso hielo y que su refresco de limón quede muy aguado.

—Enseguida esto quedará arreglado —dice Eloy.

Iria prepara la mesa. Mira la calle, está llena de ciclistas circulando. Lo hacen de manera sigilosa. El zumbido del roce monótono de las ruedas de los biciclos con el asfalto solo se interrumpe por algún timbre metálico y seco. La luz de la mañana es diáfana, tibia, es un día de invierno con sabor a primavera.

—Está muy sabrosa —dice Eloy tras probar la bebida.

Iria deja de observar la vía. No se ha percatado de que Eloy ha finalizado. Se muestra sorprendida por lo habilidoso que es. Se acerca al marco para verlo de cerca. Se pone seria. No le importa que haya acabado, le molesta que no pueda estar más tiempo con ella.

—Faltará un poco de pintura.

Se excusa Eloy al ver el gesto de la anciana.

—¿Ah, sí? 

Muestra un mal disimulado desinterés repentino.

—Claro —insiste—, no le iría mal a la madera de pino.

Ella sigue concentrada en la puerta, mientras se le dibuja de nuevo la sonrisa. 

—Sí —intenta no parecer nostálgica—, hace más de tres años que no reciben una mano de pintura. Baruch era el que se encargaba de esos menesteres. Con este, serán tres los duros inviernos consumidos a la intemperie.

—Eso es importante para que no se estropee la madera.

Desea retenerle. Debería haberle dicho que viniera a pintar todo el porche. Aunque no es lo apropiado. Le quedan sólo nueve días. No tiene ningún hijo, nieto o alguien a quién dejar su hogar. Pintar la casa para que se la quede el Sistema no le gusta. Le agrada esa compañía tan espontánea e imprevista. La posibilidad de tener al joven acompañándola el resto de los días pintando allí, le proporcionaría un grato desahogo. Solo con imaginarlo se alegra. No sabía qué ha motivado a ese desconocido para que la ayudara. Desiste. «A buen seguro no se negará. No quiero darle lástima». No le hace falta una comparsa forzada por su soledad. Es una vieja viuda, solitaria, a pocos días de su Ida del Humo. Un cortejo compasivo le sobra. 

Se hace un silencio, breve y denso.

—¿Quieres un poco más de limonada? 

Rompe la pausa. Eloy parece pensar la respuesta.

—Mire igual no quiere, pero puedo pintarle el porche, sólo serán dos o tres días. No la molestaré más.

—No se preocupe, no quiero abusar —hacía tiempo que no mentía de esa forma—. Aunque francamente no se si podré aprovecharlo.

Acaba la frase con una gran carcajada. Eloy se queda sorprendido por el sentido del humor repentino de Iria, enseguida se ríe. El sólo necesita dos días, los suficientes para entretener su tiempo de espera. Así podrá estar cerca de la anciana. Se siente culpable. Ella nada tiene que ver con que allí haya aterrizado el gorrión con el microfilamento de Rebeca Rodius. No es justo que pueda tener problemas por ello.

—Pues yo creo que es una buena ocasión para pintarlo de la manera que le de la real gana. 

Eloy lo dice retándola. Iria se queda desconcertada con el atrevimiento de las palabras de Eloy. Una cosa es que ella se ria de su fecha de caducidad, y otra muy distinta, que un desconocido hiciera un juego de palabras con eso. Lo mira seria y fijamente. Eloy pierde la sonrisa. 

—Tiene razón, joven. ¿Por qué no? —Se notaba jovial—. Voy a pintarlo como yo quiera y que más moleste al Sistema.

A Eloy le gustó el gesto alegre y vital, aunque no puede evitar mirar a la calle buscando si alguien la ha podido escuchar. 

—¿Volvemos a repetir con un tono blanco? 

Lo pregunta temiendo la respuesta. Las casas de Port Kolumbus son de tonos muy claros, muchas con las fachadas blancas y las persianas verdes. La casa de Iria es de las pocas con porche junto al jardín y tiene toda la fachada pintada en un blanco cal muy mate.

—¡No! 

Eloy le sobrecoge el tono taxativo de Iria.

—Lo quiero en rojo —lo dice decidida y sin dejar sombra de duda.

—¿En rojo? 

—Sí, Eloy. Quiero todo el porche en rojo —habla con grandes aspavientos y como si de golpe hubiera rejuvenecido—. Unas columnas en verde, el marco de la entrada en azul, otras pilastras en amarillo. Que sea todo muy brillante y vivo, como la naturaleza.

Iria hacía años que no estaba ilusionada, de forma súbita le emana un anhelo irrefrenable de libertad con esa banal locura.

—Las persianas en blanco para que contrastar. 

Eloy la contemplaba, parece otra. 

—¿La puerta no sé como pintarla? Dame un consejo Eloy.

Suena a orden. 

—Me temo que no se si podré igualar su discreta osadía.

Las carcajadas llenan el porche. 

—¿Tal vez en blanco, a juego con las persianas?

No puede evitar que la duda y la inseguridad impregnen su propuesta.

—Buena idea, pero que sea un blanco rudo.

—Vaya.

—¿Tendrás suficiente con tres días? Aunque puedes tomarte el tiempo que quieras. Yo compraré más limones.

 

 

 

 

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