17. MELANCOLÍA. RESERVA 257

 

Eloy sale del jardín de la casa de Iria. Coloca la caja de herramientas en el portabultos trasero de su bici. Iria lo observa desde su porche, recostada en una de las columnas de madera. Eloy le ofrece un generoso saludo antes de empezar a pedalear.

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—¡Hasta mañana! —se escucha a lo lejos.

Iria le devuelve otro con ademán nostálgico. Contempla como se aleja por la vía hasta que se confunde con el resto del magma de transeúntes. 

El sol de la tarde es tibio. Le entra un escalofrío repentino. Se abraza. Levanta los ojos al cielo, apenas se ven nubes. Tantos años de soledad y no se acostumbra. 

De golpe, se nota como se le desboca el corazón en su pecho. Las venas del cuello le saltan. «Otra vez». Tiene miedo, últimamente le sucede demasiadas veces. Se agarra a una de las pilastras del cobertizo. Respira hondo y lento, eso le ayuda. Le ceden las fuerzas, las piernas claudican. Se desliza, dejándose caer hasta quedar de rodillas sobre el zaguán. Un peso en el cuello le oprime. Se sujeta la garganta. Tiene el rostro roto de pavor. Coge mucho aire, se tapa la nariz. Sopla fuerte con la boca cerrada, sin dejar escapar aire. Espera un rato, sin respirar. Al instante, se frena la locomotora en su pecho. 

Volvió a coger fuerzas. Suspira llorosa. Se concentra lentamente en cada aliento, en su corazón. Se calma. Parece que ha vuelto a la normalidad.

En el suelo, a nueve días de su Ida del Humo, se ve tremendamente frágil. Una mujer débil en un mundo que tan poco le agrada. Esta sola por culpa del maldito Sistema. Le hubiera gustado tener varios hijos, pero eso estaba prohibido. A las que osan saltarse la norma están obligadas a abortar. Tener un hijo fuera del orden del Sistema es condenarlo a la esclavitud. Las políticas de hijo único para el control de la población son centenarias. Se inventaron antes del nuevo tiempo, en la antigua República de China durante el siglo veinte. Una idea que ahora es norma en la Reserva 257. 

Iria está convencida que sufre los dolores en el pecho por pensar mal, por recordar las maldades del Sistema. Tener esos pensamientos no es correcto. «El Sistema nunca se equivoca». La frase de Baruch y Eloy resuena en su mente. Antaño los humanos creían en un Dios al que debían adorar y temer, en el nuevo mundo de la Reserva 257 el hombre creó el Sistema. «El equilibrio perfecto para la Humanidad». La creación del hombre hecha deidad, real y palpable.

Está convencida que por su falta de fe el Sistema la ha castigado. No hay día en qué deje de pensar en su hijo Thomas. Les dejó con sólo veinte años. Baruch y ella nada pudieron hacer. Un accidente en la central fotovoltaica del Port Kolumbus acabó con sus días. De un zarpazo su única esperanza vital se desvaneció. Hace casi cuatro décadas de ese mal día de invierno. Una estación que nunca le ha gustado. «Solo me trae desdicha». El frío también le arrebató a Baruch. Perder el único eslabón la condenó a morir sola. «El maldito Sistema me dejó sin nadie». No quiere vivir con esos pensamientos intrusivos, pero tampoco puede evitarlos.

Esta mañana ha vuelto a disfrutar de la compañía y las sonrisas de un joven. Un hombre de la misma edad de su hijo. La soledad impuesta se ensañó con ella. A su padre también lo vinieron a buscar y su madre no resistió la espera de los años hasta su Ida del Humo. Decidió adelantarla por su cuenta. 

Los últimos tres años de Iria sin Baruch han sido grises. También ha tenido tentaciones de imitar a su progenitora. Una salida nada infrecuente entre viudas y sin parentela. El subterfugio definitivo de las almas débiles, tan valiente, pero a la vez tan irresoluto ante la angustia, que no desagrada al Sistema. Nada hace el Sistema para evitar el desahogo de la soledad de la viudedad. Si menguan en número, nada se resiente.

A Iria la salvó su ateísmo. Prefirió vivir odiando esa imposición, aunque tuviera que sufrir en soledad el máximo permitido, a engrosar la lista más de claudicantes. Ha sido su rebeldía personal.

El pacto tácito de los humanos con la Naturaleza se rompió siglos atrás, al aumentar cada vez más la esperanza de vida de la Humanidad. Una horda de ancianos pobló la tierra, más gente mayor, con achaques, limitaciones y dependencia. Una población en aumento. Un censo de sufragáneos de una sociedad apoyada en unos jóvenes cada vez más escasos. La tormenta perfecta en el mejor páramo. Esa juventud fue criada y educada por extraños en el siglo de la tecnología al abasto de todos, sobre todo de los más ricos. Padres trabajando largas horas, niños educados en guarderías y colegios bajo una educación dirigida por extraños. Una infancia hueca de contenido creciendo en un consumismo intransigente, el culto al contingente, a la esclavitud de la imagen corporal, conviviendo con una realidad virtual. Todo eso posibilitó el dibujo de la carga que representaban los ancianos. Una sociedad cada día más irreal, impersonal y menos humana se precipitó sobre la senectud. Catarsis del Edadismo.

Ahora, tan cerca del momento de su Ida de Humo. Su única ilusión es Eloy, el hombre joven que apareció en su jardín.

 

 

 

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