19. TERRIBLE ECLOSIÓN. RESERVA 257
El germen de esa sociedad indefendible estalló en la gran crisis del siglo XXI. La creciente masa de humanos dependientes empezó a ser insostenible.
https://www.instagram.com/reel/C3Qq9_rrccv/?igsh=ZXNzdmNvemczdGUw
Los estados no podían hacerse cargo de ese volumen ingente de ancianos. Se empezó a repartir la carga de senectud a países con menos medios a cambio de ayuda económica. Las naciones más poderosas sabían vender sus miserias, ya fueran basuras, residuos radiactivos o controles migratorios financiando campos de concentración para retener desplazados. A esa lista se añadió el mercadeó con el cuidado de una carga humana improductiva. El capital controlaba todo y se imponía una reducción de gastos.
Las hordas de ancianos en esas nuevas comunidades duraron poco. Los medios eran peores y muchas veces el avituallamiento era insuficiente, sobre todo en los centros de acogida. A eso se sumó que los alimentos en todo el planeta cada vez eran más caros. La sociedad productiva era prioridad frente a la carga que representaban esos mayores. Con el tiempo esos flujos emigratorios hacia otros países más pobres se tornaron en un problema para las economías de las naciones de acogida. La teórica rentabilidad inicial se fue diluyendo.
El volumen de la Humanidad no mermaba y cada vez había menos que repartir para demasiados. Los avances de la medicina que beneficiaba a esa población sin rendimiento era una hipoteca inasumible. Del respeto a la vejez, antaño asociado a sabiduría que justificaba la solidaridad sanitaria que había imperado en algunos países más desarrollados, se pasó a un mundo tecnológico intolerante. Un nuevo mundo con un magma de ciber analfabetos funcionales e improductivos que se beneficiaban de la mayoría de los fondos estatales. Los más jóvenes trabajaban para sostener esa ingente población pasiva, muchos se vieron obligados a posponer su paternidad o renunciar a ella. Pronto se produjo un cambio. La costumbre siempre fue un bálsamo para las mezquindades. Los ancianos dejaron paulatinamente de importunar. La miseria de una sociedad en la que la vejez representaba una carga social evolucionó. Ver ancianos vagabundos en la pobreza, en la hambruna indigente y el abandono definitivo era costumbre.
Ese gran caos que demostraba una enorme impotencia y un mayor fracaso, demandaba un nuevo orden. Un Sistema acorde a la realidad de la superpoblación. Entonces unas mentes teóricamente preclaras decidieron firmar un nuevo pacto de la Humanidad con la Naturaleza. La edad de los humanos ya no tendería al infinito, la curva de esperanza de vida dejaría de tener pendiente, sería plana para siempre. Un sacrificio controlado de la especie del que se beneficiarían todos frente al caos más abyecto.
El tiempo devendría en el principal valor de la vida, pero con un reparto equitativo. Nadie tendría derecho a vivir más que nadie. Ese concepto nuevo se impuso en la Reserva 257 e impregnó a toda la nueva sociedad. Especialmente a los niños, ya que lo debían tener marcado a fuego cerca del Mesencéfalo. Los que no creyesen en esa nueva teoría serían perseguidos. Su delito sería contra la Naturaleza, la Humanidad y sus equilibrios necesarios.
Para que ese nuevo orden no fracasase se reestructuró la sociedad en tres etapas. La educativa, desde la infancia hasta los veinte años. La edad productiva, desde los veinte hasta la emancipación del vástago, hijo o hija únicos. Y por último la edad recreativa, desde los cuarenta hasta la Ida del Humo.
En la edad primera, que era la educativa, se formaba a la comunidad en la base intelectual y física, con un fuerte vínculo familiar. En la edad productiva se ejercía un oficio y se ejercía la maternidad, ya que los más pequeños se criaban en comunidades vigiladas por las madres. Era una época dedicada a acumular ganancias para la edad recreativa. Se podía renunciar a la paternidad, pero no a ser más y más productivo para sociedad. En la edad recreativa se iniciaba una época intelectual de aprovechamiento del intelecto y experiencia acumulada, era en esa fase cuando se reiniciaban los estudios, en versión universitaria. Al final de esa época muchos se dedicaban a la docencia en las escuelas y algunas academias. El respeto de la experiencia y la suma de lo aprendido garantizaban el prestigio de los docentes.
Así, la educación que tenía que adoctrinar esa nueva sociedad era patrimonio de los que más sabían. Los cargos políticos y de poder estaban destinados sólo a la población más adulta. Sólo un pequeño grupo de superdotados engrosaban las filas de los intelectuales y científicos. Éstos podían dedicarse a la docencia, si se daba el caso, en la fase de la edad productiva hasta el final de la época de la edad recreativa. Ese grupo de escogidos por su capacidad intelectual dotaban al Sistema de todos los avances científicos, médicos, métodos, sistemas, tecnología, arte y armas para el mantenimiento y pervivencia del nuevo equilibrio con la Naturaleza. La mayoría de los intelectuales renunciaban al ejercicio de la paternidad, pero el Sistema no descuidaba el aprovechamiento de sus preciadas cargas genéticas. Había mujeres que podían ser madres solteras con hijos de padres ilustres y anónimos. El Sistema protegía este tipo especial de familia.
Pero una cosa igualaba a todos. Nadie estaba exento de su Ida del Humo en el tiempo preceptivo que fijaba el Sistema. Ni el grupo de intelectuales podía tener eximentes, nadie nunca había sido imprescindible, ni siquiera el más egregio. La finitud de las cosas era inherente al mismo concepto de la Naturaleza.
Iria pertenece a las generaciones iniciales en nacer y crecer en el nuevo orden. Su infancia coincidió con el fin de los últimos que tuvieron que tolerar el desastre al que abocó el viejo orden y esa nueva realidad impuesta: La Ley del Sistema.
Iria no tiene ganas de levantarse. Se encuentra bien en el suelo de madera del porche. Envidia los fervientes creyentes de esa religión que impregna las vidas de todos. Esos que preparan una fiesta de la Ida del Humo orgullosos del deber cumplido. Ella tiene que hacer el balance de su final desde su angustiosa soledad. No ha cumplido con casi nada, sólo ha obedecido. Ha seguido un guion predeterminado y ahora no quiere someterse a la última norma. No le apetece.
Después de muchos años, esa mañana se empieza a volver a ilusionar con algo. Es algo absurdo, pero le alegra, la reforma del porche. Un hecho banal y superficial la llena. Pintar de manera ostentosa, chillona, el maldito porche blanco. Poder hacer limonada al joven. Disfrutar de la compañía de ese hombre de la edad de su hijo, ese que la Naturaleza le arrancó. Se vuelve a acordar de Baruch. De su último regalo descubierto hace unas horas, los siete días que le obsequió. Un presente que debe vivir en plenitud.
—Qué gran regalo me hiciste, mi Baruch —susurra.
El mejor legado del más especial amante, amigo y persona que le ha dado la vida.
Comentarios
Publicar un comentario