20. BAJO EL FARO. RESERVA 257
Eloy pedalea tranquilo por las calles de Port Kolumbus. Una pequeña población que bordea la mayor bahía al sur de la isla de Majorka. Los edificios casi rodean toda la rada. Es un lugar muy tranquilo y con poca población. Circular en bicicleta orillando el mar es muy placentero. Sus aguas saladas y tranquilas infunden paz.
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Llega a su casa. Sabe que esa mañana lo ha cambiado todo. Nada volverá a ser igual. La operación empezó en el porche de Iria. Solo resta esperar.
Se para delante del viejo buzón de correo postal. Está vacío. El Sistema controla y vigila todos los sistemas informáticos. La Red está perfectamente examinada de forma constante. El anonimato por la web no existe. Por eso tras el boom de las formas de comunicación cibernética, el correo más íntimo por vía postal resurgió.
Un ciberaviso al señalizador postal es el anuncio de la próxima llegada de un correo postal. El único rastro que deja. El sello precintado de las cartas devolvió la discreción y seguridad. Unos precintos que solamente se pueden abrir con una clave electrónica personal e intransferible que emite un señalizador postal. Si se fuerza la apertura de una carta se desintegra. El señalizador postal es un aparato digital llamado thimble-post. Es un artilugio en forma de dedal que lee las huellas digitales. Solo emite una señal breve que abre la carta. Así el interesado puede quitar el precinto del correo. La seguridad del correo es muy alta y con ello el secreto de su contenido está asegurado. El uso de los nombres en clave, tipo nick, es lo común. Es frecuente recibir correspondencia postal en la que solo el emisor y el receptor conocen. Eso también despista al Sistema, sobre todo para las cosas más personales.
Las ansias de la discreción perdida y el deseo de permanecer fuera del control total del Sistema generaron un volumen epistolar importante. El Sistema tuvo que aceptarlo. Al fin y al cabo era un proceso lento para etiquetarlo de subversivo, y en casos extremos o de necesidad hacer desaparecer la carta física podía ser una alternativa. Con esa pequeña cesión la población se sentía más libre.
Las oficinas postales, que desaparecieron durante el siglo XXI, volvieron a renacer.
Eloy entra al estrecho pasillo que lleva a las escaleras de su apartamento. Deja la bicicleta en el rellano de la planta baja. Sube los cilindros de carga de pintura que ha adquirido en el centro comercial de camino a casa. En un segundo viaje carga a pulso con su bicicleta. Vive en el ático de un edificio de tres plantas.
En su entrada lo primero que hace es cambiar la gorra azul que lleva por otra a rayas. Se la ajusta bien. La estampada siempre se queda en su apartamento, en el colgador de la entrada. Lleva su bicicleta al balcón. La deja siempre a la intemperie.
Come rápido. Se le ha hecho tarde y la mañana pasó veloz. El arreglo en el porche de Iria lo entretuvo más de lo debido. Empieza a nublarse. En otoño anochece sobre las siete de la tarde, aunque ese día a las cinco empezó a ennegrecer.
Desde su piso se aprecia el majestuoso Faro de Port Kolumbus. La vieja torre solitaria en frente de su apartamento luce sus franjas azules y blancas. Situado sobre el acantilado de las rocas de la bocana de la ensenada. El mar ruge. Se prepara una tormenta.
Es la hora estipulada. Sale a la terraza sin accionar la luz. Se agacha y a tientas busca en la esquina más próxima a la puerta. Necesita la linterna. Siempre la guarda al borde del balcón, apoyada en el suelo. En medio de la barana hay un trípode, por delante de una silla. Acopla la ranura de la linterna a la cabeza del trípode. Comprueba que el foco de dos palmos queda bien sujeto. Conecta un visor que hace de objetivo. El ocular es un pequeño catalejo obsoleto. Deja montado todo el artilugio. Parece un lanzagranadas, aunque solo dispare fotones.
Se sienta y vuelve a contemplar el paisaje. Mira el faro. Parece un atardecer de postal. La quietud de los riscos contrasta con la bravura cada vez más intensa del mar. Le reconforta.
Acerca su ojo a la lupa. Empieza a avizorar a través del objetivo. Enfoca buscando el centro de la torre vigía. El faro hace rato que emite señales. En un mundo tecnológico nadie las necesita. La sutil liturgia de las interferencias son el aviso de la existencia del Sistema, una luz que guía en la oscuridad. Una vez centrado en ese punto del edificio empieza a bajar, en línea recta, hasta la base. Luego cambia la dirección, unos metros en línea recta, a su derecha. Vuelve a virar para descender el punto de la mira, en vertical. Lo sitúa sobre el acantilado, encuadrando el orificio de la Cueva de S’Òliba. Es una gruta bajo el faro que casi nadie conoce.
Entonces, enciende la linterna. El haz de luz es potente. En su mano derecha sujeta un cartón. Lo acerca al extremo y tapa la boca del foco. Un instante y la vuelve a descubrir. Hace gestos, entrecortados y calculados, algunos duran más que los otros. Apaga la linterna y espera un rato antes de volver a repetir el mismo ejercicio. Aguarda otra vez.
—Venga, vamos —susurra.
Sus señales no tienen respuesta. Remira por el objetivo al boquete de la roca. Sólo se vislumbraba la mancha negra de la boca de la gruta. Vuelve a efectuar otra tanda de señales, pero nada se mueve.
Desiste. Se levanta. Apoyado en el arrimadero de madera contempla el mar azul oscuro. El agua se está volviendo gris como el cielo. Se siente extraño y la vista tan sombría tampoco le tranquiliza. Cierra los ojos. Inhala profundo. La brisa salada con aroma de alga le besa el rostro. Una caricia que le ayuda a apaciguar su espíritu. Tras un rato abre los párpados. Vuelve a centrarse en la boca de la gruta. La quietud desesperante de la piedra que contrasta con la bizarría, cada vez más intensa, de la mar le infunde lo que le falta, paciencia.
De repente, ve una luz en medio de la negra escarpadura.
—¡Por fin!
Corre a sentarse. Inclina su cuerpo hacía la linterna. Vuelve con el ejercicio de las intermitencias. Una luz en el acantilado parece responderle. Utilizan el arcaico lenguaje Morse.
—Hola Eloy —contesta la cueva.
—Hola mamá ¿cómo estás?
Mientras tapa y descubre el haz de fotones susurra lo que va diciendo.
—Bien, he acondicionado este agujero —le responde su madre.
Las intermitencias son muy rápidas, los dos dominan la técnica que desde niño ha entrenado con ella como si fuera un juego.
—Espero que no pases frío.
—¿Cómo fue la sorpresa? —Los puntos y las rayas de luz son precisos.
—Divertida —Eloy responde y se ríe—. Tendrías que haber visto lo desconcertados que se quedaron.
—¿Han empezado el rescate de Flippo?
Eloy suspira y se pone serio.
—Al pobre Flippo le dispararon.
—¿Dispararon?¿En el mar?
Eloy se lo vuelve a pensar.
—Bueno, en la entrada de la casa Iria Green.
Eloy lo dice y frunce el ceño. No sabe como decírselo y teme la respuesta.
—¿Le pasó algo a Iria? —Se adelantan en la cueva.
—¡No!
—¿A Flippo se lo llevaron?
—La descarga casi lo desintegra.
—¿Tienen el microfilamento?
Eloy recuerda la inspección que realizó en el portal. No estaba en la garra del pájaro. No le responde.
—¿Y el transmisor de radio? —Insisten bajo el faro.
—Lo he recuperado.
—¿Por qué elegiste la casa de los Green?
—No la elegí.
El otro lado calla. Eloy carraspea, antes de dar la respuesta.
—Bueno, dejé volar a Flippo libre, sin las interferencias del neurotransmisor. Hacía días que se dejaba seguir sin problemas. Todo parecía ir bien hasta que apareció el maldito vehículo del escuadrón. Se espantó y se dirigió hacia la casa de Iria Green.
Pasan los minutos y las interferencias de la cueva parecen haber cesado. Eloy envía saludos, llama a su madre, pero no le responde. Traga saliva.
—Mierda —susurra para sí.
Al rato llega una nueva señal.
—No la tenías que haber implicado.
—No lo…
—Te saltaste el plan —le interrumpe.
—Rebeca no pude controlar a Flippo —lo dice angustiado—. Toleraba muy mal las ondas de radio del transmisor, perdía la orientación y se precipitaba al vacío —lloroso.
—Tendrías que haber ajustado el dispositivo. Eloy, tenía que ser en el mar, sin testigos.
—Lo siento mamá. No pudo ser.
Llaman al timbre. Se sobresalta. No espera a nadie.
—Oye mamá, te tengo que dejar.
Desmonta muy rápido el artilugio. Deja la linterna en la misma esquina. Vuelve a sonar el timbre. Insisten. Corre a la puerta. Posa el ojo en la mirilla. Un escuadrón de la policía del UMS está al otro lado.
—¿Quién es? —Disimula, asustado.
Se apoya, de espaldas, en la puerta. Respira hondo. Debe mantener la calma. Tiene la mente en blanco y no sabe que hacer.
—¿Señor Eloy Rodius? —preguntan desde fuera.
—Sí ¿Quién anda? —vuelve a preguntar.
Se gira otra vez. Vuelve a mirar fuera.
—Inspección de control de la UMS. ¡Abra señor Rodius!
Detrás de su puerta está el comandante Flinker junto con dos soldados con monos blancos y con casco integral. Apuntan a la puerta con fusiles de asalto, dispuestos a derribarla.
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