21. EL REFUGIO. RESERVA 257
Iria Green ha cenado temprano. Se prepara una infusión de té y se acomoda delante de la chimenea del comedor. Estirada en su sofá se cubre las piernas con su manta de lana. Empieza su lectura del día.
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Tiene centenares de obras almacenadas en su lector digital. Iria devora novelas. Le encantan las antiguas y casi clandestinas, las que nadie compra por descatalogadas y de difíciles de hallar. Algunas se las tuvo que escanear en la biblioteca para digitalizarlas. Sus preferidas son las románticas. Los relatos de vivencias mundanas plagadas de personajes normales heridos de amor. Unas historias que le trasladan a otros tiempos.
No le agrada la época que le ha tocado vivir. Siempre busca una respuesta que le ayude a entender la cárcel social que le ha tocado sufrir. Los entresijos sociales que se dibujan en las novelas de otras épocas pasades le aclaran algunas dudas. ¿Cómo se pudo llegar a esa Ley del Sistema? ¿Cómo pudo suceder la gran crisis del siglo veintiuno? La colvulsión que trajo el horror de su presente.
Iria se trasla, página a página, a una sociedad que fue libre y próspera, pero esa misma que también esquilmó tanto patrimonio humano. Es una mujer sola muy a su pesar. No comprende cómo se dejó esfumar el concepto del núcleo de la unión de humanos que para ella era la familia. Las farsas literarias que le distraen destilan mujeres mal realizadas y desprotegidas por esa sociedad. Eran las heroínas de otra época. Iria no entiende el afán de esas damas del siglo veinte por querer ser madres libres, perfectas, amantes dedicadas, mujeres intelectualmente preparadas y jefas con cargo de responsabilidad. Ella cree que los personajes de sus novelas debían vivir en una gran desesperación, sin tiempo de relajo ni dedicación a la contemplación de la vida, ni tan siquiera a la de su mundana existencia.
Iria dedicó sus mejores veinte años de su existencia adulta a su hijo Thomas, pero la vida se lo arrebató. Justo cuando acababa de iniciar el nuevo tiempo que le daba la Ley. A pesar de la desgracia, pudo desarrollarse intelectualmente, a tiempo completo. Eso se lo permitía el Sistema en la tercera fase de la vida de todo humano.
A partir de los cuarenta años, después de la emancipación del hijo con veinte primaveras, las mujeres entran en esa última fase. Es un hecho muy ordenado donde no se tiene que estar pendiente de nada. Las necesidades básicas las cubre el Sistema. Es cuando llega el tiempo de júbilo intelectual. Así lo dictan las normas y eso es respetado por toda la sociedad. Es obligación de la pareja y del Sistema es de velar para que nada impida el desarrollo personal e intelectual de la mujer. Si alguien falta a ese precepto, el Sistema actúa sin contemplaciones. El tiempo de adulto, la época de la Recreación, en una mujer es un tiempo sagrado, intocable, lo principal. A Iria no le agrada la Ley del Sistema, pero esa filosofía en concreto, esa parte de la ley, le resulta interesante. «Acaso se puede desmembrar del resto del orden», piensa en soledad.
Iria nunca ha entendido cómo la revolución femenina se pudo trasformar en la masculinización del rol de la mujer. Por mucho que se adentre en la lectura, nunca encuentra una explicación que convincente del porqué de esa evolución. Comprendía, a través de los personajes de esas novelas, cómo aquellas mujeres querían romper sus yugos, acometer las mismas tareas que el hombre en un mundo que las tenía relegadas. Pero no puede asimilar que muchas tengan que dejar de renunciar al desarrollo pleno de su maternidad y de esa manera tan hostil. Ese abandono del nido tan prematuro y obligado, le desesperaba de sus hijos. Iria sólo concibe a la familia como una inversión de futuro, una forma de vida y una manera de subsistencia natural.
La evolución social, que culminó a mediados del siglo veintiuno, nunca protegió a la familia tal como Iria la entendía. Los intereses de los individuos estaban por debajo de intereses más superiores, el capital. Las esclavitudes del consumismo y otras nuevas necesidades ficticias de la mal llamada modernidad eran la prioridad. La familia se convirtió en una asociación de humanos cada vez más limitada, que había perdido su sentido original socializador en un mundo más impersonal, por ello dejó de interesar.
Ahora, la Ley del Sistema mantiene otra esclavitud: el valor del tiempo. Un Sistema que tampoco deja desarrollar otras formas de familia más allá de las permitidas. Iria cree que alguien en la familia tiene que velar por la inversión más importante de un ser humano: los hijos, en plural y sin límites.
Iria se adentra en esas novelas. Cree que el forzoso abandono de lo más importante en la familia —los hijos — por los progenitores debió de ser un factor que colaboró en el destrozo de la sociedad antigua. Iria no alberga ninguna duda de que la indiferencia vivida por esas hordas de niños y niñas con sus progenitores, priorizando el capital material frente a lo natural, debió tener atroces consecuencias. A esas criaturas que al llegar a adultos no les debió importar desprenderse de sus progenitores en asilos, ni tampoco les debió importar que se buscaran los lugares que fueran más baratos ante la gran demanda surgida y a cientos de kilómetros. Era la devolución de la lógica de una infancia mamada en el paulatino desinterés por los vínculos familiares, el crecimiento y la educación bajo la batuta de unos extraños. Sin duda para Iria el desapego social fue el gran resumen de ese modelo, el colofón de esa vieja sociedad.
Con su filosofía repleta de contrasentidos, en esa nueva época de la Historia de la Humanidad que le ha tocado sufrir, Iria se afana en la lectura. Le apasiona leer cosas del siglo veinte y principios del veintiuno, con todas sus grandes incongruencias. Las de una sociedad decadente en lo humano que no la deja nunca de sorprender. Página a página, se sumerge en esos relatos y disecciona la vida cotidiana de unos personajes anticuados y anacrónicos. Eso la llena y la distrae de su también patética realidad.
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