24. PETABLOCK. RESERVA 257

 

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Eloy ha tenido que interrumpir la comunicación por señales luminosas con su madre. La visión que le ofrece la mirilla de su puerta no da muchas opciones. Es la UMS. No tiene más remedio que abrir. 

Se le pasa por la cabeza colocar el pestillo de seguridad antirrobo. Siempre lo suele echar con los desconocidos. Debe mostrarse sorprendido y seguro a la vez.  Respira muy hondo y acciona la apertura apoyando su dedo sobre el lector de la puerta. El haz de laser ilumina las crestas epidérmicas de su dedo anular derecho. 

Tres enormes cañones de fusil de asalto le apuntan. Los policías altos y fornidos con cascos de viseras tintadas acompañaban a un mando de escuadrón. El comandante Flinker es el único con el rostro visible. 

—¿Eloy Rodius? —El comandante toma la palabra.

—Sí —lo dice con cara pálida.

 No le hace falta disimular ni sorpresa, ni miedo.

—¡Comando Siete Sur Majorkaburg, este apartamento permanece custodiado por el UMS hasta nueva orden! 

Se lo grita a bocajarro y sin mediar más comentarios.

—¿Cómo? 

Los policías, al unísono, levantan sus fusiles y clavan sus ojos a través de las miras. Todos le apuntan en la frente. 

Eloy queda paralizado su palidez se torna cérea. Un agente se adentra sin dejar de encañonarle. Con la maniobra le roza el hombro. Eloy tiembla, sin poder apartarse. Al instante hice lo mismo un segundo policía. La cabeza de Eloy sigue siendo la diana del hueco de algún cañón. El comandante sigue mirándole a los ojos en el umbral de la puerta. El tercer policía queda vigilando en el pasillo de la escalera. 

Eloy teme respirar. No sabe si el resuello de un suspiro desacompasado provocará una detonación eléctrica.

—¡Avance, Eloy Rodius! —le ordena el comandante.

Por un momento duda de si le obedecerán las piernas. Da unos pasos cortos hacia atrás sin dejar de mirar al comandante. 

Flinker se percata del estado de Eloy. Está rígido y tembloroso. «Este individuo parece inofensivo». 

Una vez todos dentro el comandante mira al primer agente. Los chivatos de su casco empiezan a cambiar de color y parpadean. De inmediato, sucede lo mismo en el casco del agente y, en seguida, los dos agentes bajan sus fusiles. 

Eloy deja de estar encañonado.

—Siéntese —ordena Flinker.

Eloy se sienta en el sofá. En frente suyo, en otro sillón, lo hace el comandante. 

El agente que se ha comunicado con el comandante cruza la estancia. Se dirige a la terraza.

—Estamos buscando a su madre Rebeca Rodius —dice el comandante. 

—¿A mi madre? —Muestra extrañeza— ¿Le ha pasado algo? 

No haberse recuperado del violento recibimiento le ayuda.

—Nos consta que vivía aquí.

—¿Aquí? Bueno, estuvo conmigo hasta el verano. Se marchó. Desde que dejó de dar clases en el Preparatorio le cambió el humor. Empezó a estar más huraña. Discutíamos todo el día y decidió trasladarse a una casa de campo.

—¿Una casa de campo?

—Si una posesión cerca de Manakor.

—¿Sabe la dirección?

—Claro, pero hace meses que no nos hablamos. 

Flinker lo observa en silencio.

—Necesito beber —añade Eloy tras una breve pausa.

El comandante analiza cada gesto de Eloy. No le contesta.

—¿No tiene noticias de ella? 

—No. Bueno, me llamó al poco de instalarse allí. Desde entonces nada... Comandante ¿puedo beber algo? —insiste.

Eloy se nota la boca seca. Necesita ganar tiempo y pensar bien las respuestas. 

—Soldado, acompañe a Eloy a la cocina.

Eloy se levanta. El agente le sigue. El comandante también se incorpora. El apartamento de Eloy no es muy grande. Desde la entrada se accede a un pasillo muy corto que llevaba a la sala de estar. Desde allí también se accede a la cocina y al baño. Dos habitaciones abocan a la sala. El dormitorio de Eloy y otra más pequeña para invitados. En una esquina de la sala hay una mesa escritorio rodeada de estantes. Cerca de ese mueble despacho se accede a la terraza.

Los estantes del estudio están casi vacíos. Solo hay tres PetaBlocks y algunos enseres más. Los PetaBlocks son memorias digitales con capacidad de tres Petabytes, ni más ni menos que tres millones de las antiguos Gigabytes. El grosor de los dispositivos se parecer al lomo de los antiguos libros de otras épocas. Almacenar tanta información necesita un sistema de refrigeración que condiciona el tamaño. Una tableta lectora de libros y un señalizador digital para abrir el correo postal de Eloy completan el estante. En el otro hay dos fotografías. Una más antigua de un hombre. Es Prewitt Rodius, su padre. La otra, que parecía más reciente, es de su madre. Sobre el escritorio hay una placa de computador holográfico de alta gama.

Eloy entra en la cocina. Es de color gris claro y tiene forma alargada. A un lado, en una de las paredes, hay un mueble liso. Solo se notan las ranuras que lo dividen en módulos. Al fondo se abre un gran ventanal de cristales tintados. El otro muro permanece desnudo. Es una habitación sin mobiliario. Se dirige a uno de los módulos. Apoya la palma de su mano. Una compuerta se desliza y surge una bandeja con recipiente de cristal en forma de cilindro lleno de agua. De otra compuerta sale un vaso. Lo coge y lo acerca al cilindro transparente. A medida que el vaso se va llenando se vacía el cilindro, como si tuviera unas invisibles venas comunicantes. «¡Los PetaBlock! Mierda. Los debo borrar», piensa mientras bebe.

El PetaBlock de su madre tiene toda la información clave. Otro de las memorias digitales es la suya con todo su correo postal. Siempre escanea sus cartas y las almacena. Aunque nunca las ha ordenado, simplemente se acumulan. Serían necesarios días para poder leer y clasificar sus más de veinte años epistolares. Rebuscar información relevante allí no será sencillo, ni para las Inteligencias Artificiales. Usa muchos nicks diferentes. Aunque su PetaBlock no es más importante que el de su madre, será costoso descifrarlo. El tercer PetaBlock era el de su padre, Prewitt Rodius, es el menos comprometido y el más personal.

Eloy ha dedicado la mañana a Iria. Un tiempo que tenía que haber gastado eliminando pruebas. Era lo previsto en el plan de Rebeca. Ver esa mujer mayor, tan aturdida, tras la incursión de la UMS, le apenó. Al fin y al cabo lo podía haber evitado, sólo con qué el gorrión no hubiese aterrizado allí. 

El pobre alado también le hacía sufrir. Con cada emisión de radio para redirigirlo perdía la orientación y mal volaba. «Era una tortura». Optó por lo mínimo. Se conformaba con saber la ubicación y conocer los movimientos Flippo.

Debía hacer algo con los PetaBlock. «No pueden quedarse con la información». No tiene muchas opciones. «Estoy perdido. Piensa Eloy, piensa». Se bebe el agua. Vuelve a dejar el recipiente en la plataforma del mueble donde la ha recogido. El recipiente se vuelve a rellenar. Mira ese mecanismo de vasos comunicantes muy concentrado. «Ya está, no creo tenga más oportunidades». Decidido, acciona otro botón de la repisa donde está el cilindro de agua. Una pinza metálica emerge de un lateral. Lleva un terrón de azúcar. Lo suelta y se zambulle en el agua. El vaso empieza a vibrar, mientras la pinza se esconde. Espera el rato que tarda en disolverse. Lo coge y da un pequeño sorbo al jarabe. Sale de la cocina y tras de sí todo el mobiliario se empieza a recolocar. El policía que lo acompaña ha estado callado todo el rato, observando cada maniobra y cada gesto. Sale tras él.

El comandante está delante de la mesa del estudio. Está limpio e impera el orden. Acerca la mano a los estantes y coge los artilugio hexaédricos rectangulares y aplanados. Son unos Petablocks. Nunca ha tenido una de esas gigantescas memorias informáticas en sus manos. Se usan en las oficinas de defensa. No son objetos para el gran público. Flinker ha dado con algo interesante. Los saca del estante justo cuando Eloy vuelve a la sala. Lo mira y deja las memorias apiladas encima de la mesa, junto con la tableta de lectura de Eloy. 

Al entrar en la sala observa al comandante que está en el rincón del despacho. Eloy se fija en qué ha colocado los PetaBlocks para llevárselos. También ha recogido su tableta lectora digital. 

Flinker lo observa detenidamente. Eloy no le dice nada. Tiene que seguir mostrándose asustado. Se esferza en aparentar desinterés con lo que está haciendo el comandante Flinker. «Debo actuar antes de que se los requisen». 

—Comandante, no se que malentendido hay con mi madre. Si quiere busco la dirección de la casa donde se fue y, si fuera necesario, les acompaño a buscarla.

Flinker no le contesta. Eloy está de pie con su vaso, da un sorbo. Espera quieto la respuesta del comandante.

—Me darás las claves de acceso de estas cajas de memoria —Las señala.

Eloy sigue con sus ademanes sorpresivos. 

—¿Cómo? 

—¡Las claves! 

Eloy sabe que detrás tiene un fusil de asalto presto a vomitar fuego, en la terraza otro igual de diligente y la puerta de la entrada está vigilada. El solo tiene un vaso de agua azucarada.

—Ah, claro —responde Eloy con tono de sorpresa.

Solo puede mostrarse colaborador. Se acerca a la mesa.

—¿Me deja? —solícito.

Flinker asiente. Eloy deja su vaso en la mesa y empieza a coger, uno a uno, los hexaedros irregulares que Flinker ha amontonado.

—Mire, éste era de mi madre. Está toda su vida laboral y sus trabajos en física, horas de investigación —Lo deja directamente sobre el tablero.

Coge otro.

—Éste era de mi padre —No evita una mirada nostálgica.

Deja la caja de aluminio sobre el PetaBlock de su madre.

—Mi madre nos proporcionó, a cada uno, un cajetín de estos para que lo guardáramos todo. Era muy obsesiva del orden. Nos los trajo, debió substraerlos de la Universidad. Eran las manías de mamá —se ríe.

Flinker no se inmuta, ni tuerce el labio. Eloy deja su PetaBlock al lado del de su madre, ambos tocando la superficie del escritorio. Encima del suyo coloca su tableta de lectura digital.

—¿Eran? —pregunta Flinker con tono sarcástico.

El corazón de Eloy da un vuelco. No tiene que saber nada de la Ida del Humo de su madre. «Eloy, concéntrate. No puedes saber nada y menos que tu madre ha desparecido», se dice en silencio. 

La improvisación es peligrosa, cualquier frase o forma verbal puede delatarle. Ha utilizado el pretérito de forma imprudente. Nada tiene que saber de la Ida del Humo de Rebeca Rodius, menos que ha desaparecido.

—Al dejar las clases de Preparatorio se le cambió el carácter, todo ella se transformó. Sí —Sonríe—, era.

Hace una pausa larga, antes de proseguir. El comandante lo observa en silencio.

—Yo creo que empezaba a estar demente. No se como estará ahora, no tenemos contacto. Antes de final de año tendré que averiguar cómo está —Levanta la vista y mira al comandante fijamente—. Lo siento comandante si le parezco un mal hijo.

Flinker sigue impertérrito. Eloy no recibe contestación alguna, decide dar por buena la interpretación de su monólogo melodramático.

—Este tipo de material sólo lo puede usar personal autorizado —apostilla Flinker—. Tenerlo es un delito.

Eloy no tiene respuesta. Calla y dirige su dedo sobre el lector digital de encima de la mesa. Está a punto de darle las claves cuando el agente que estaba en la terraza les interrumpe. Las luces del casco del agente empiezan a parpadear. Flinker se gira de inmediato. Empiezan a comunicarse. Los chivatos luminosos centellean muy rápido.

—¡Quédese quieto Eloy! —le grita Flinker.

El comandante sale a la terraza.

Eloy no llega a accionar su computadora. De reojo vigila la puerta que da a la terraza. Está solo ante los PetaBlocks.

—¿Cómo? —dice Eloy amagando con salir.

Entonces el silencioso policía de la sala, que le había estado acompañado todo el rato, le vuelve a encañonar.

—¡Quieto! —le ordena.

Eloy se gira hacia el fusil. Grita asustado y se echó hacia atrás. Sobre actúa tanto que teme no parecer real. Un ingrato fusil le vuelve a señalar. Su mente se dispara. «Es el momento». Con el culo se topa con la mesa. Aprovecha la brusquedad del movimiento y con su mano empuja el vaso lleno de agua edulcorada. Se vierte toda sobre la mesa. De forma rápida levanta las manos. El soldado le apunta a la cabeza. Decide no moverse. Sus posaderas se apoyan en el borde de la mesa, empieza a notar un frescor húmedo que atraviesa su pantalón. No sabe cómo estarán los PetaBlokcs, no puede mirar atrás. Se imagina los artilugios capaces de almacenar varios Petabytes de memoria empapados de agua dulce, cómo por sus oberturas milimétricas de ventilación se van inundando. Confía en qué los superconductores se mojarán y entonces solo hará falta un poco de corriente eléctrica y, cortocircuitados, quedarán inservibles.

No contaba con la ayuda del policía de la terraza. Su plan está yendo mejor de lo previsto, todo parece un accidente fortuito. Sólo necesita tiempo para que los PetaBlocks que tocan la superficie de la mesa queden chorreando. 

Flinker cuando ha salido hacia la terraza no ha disimulado su mirada de desprecio. El timorato grito que ha emitido Eloy cuando le apuntaba la policía en la entrada fue un gesto de cobardía. Se adentra en la oscuridad de la terraza.

—¿Oiga, puedo apartarme de la mesa? —pregunta Eloy, con voz temblorosa, al agente que le apunta.

El policía a través de la mira se centra en la frente de Eloy. 

—Perdone, me he sentado mal.

Eloy apenas pestañea, no se atrevía ni a girar la cabeza. La situación es tragicómica. Pretende parecer natural, pero está en medio de una representación de suspense terrorífico que está derivando en una extraña comedia. Tiene que simular estar exhausto de miedo y no parecer un histérico. Las posibles consecuencias de cualquier error serán fatales. No puede fallar a su madre. Los temores que intentan asomar a su representación solo deben ayudarle en su toma de decisiones. Aunque todo no es más que una improvisación. Cualquier yerro y no solo su vida penderá de un hilo.

—¡Levántese! —le el policía grita, con evidente enfado.

Eloy se pone de pie. No quiere que su ropa se empape con más líquido del necesario. Los PetaBlocks tienen que absorberlo todo, cada segundo que gana cientos de miles de bytes se condenaban.

Flinker vuelve a entrar. Observa a Eloy con las manos al cenit que le tiemblan. Ve que tiene la entrepierna mojada. «Se ha orinado encima». No le sorprende, le cuadraba con la actitud inmadura y asustadiza de hacía unos instantes.

—¡¿Eloy, qué es esta potente linterna?! —grita Flinker.

—¿Cuál? —Sabe de sobras a qué se refiere.

—¡Ésta! —Le enfoca directo a sus ojos. 

Eloy cegado, cierra los párpados. Tiene que apartar la vista. Ladea la cabeza, al tiempo que baja su antebrazo derecho para cubrirse del destello.

—¿Qué haces con esta linterna? —insiste el comandante.

—La uso de faro para circular con la bici... por favor bájela.

Por un momento Eloy piensa que nunca tendría que haber usado la palabra faro. Se le vuelve a secar la garganta.

—¿Por qué no se enciende la luz exterior de la terraza? —pregunta Flinker.

Le están hartando las respuestas infantiles de Eloy.

—A veces se cortocircuita... tengo desactivado el detector de movimiento en la terraza —Intenta parecer convincente. Su voz le tiembla.

—¡Actívelo de una vez! 

—Hace meses que no la enciendo. No sé si... 

—¡Actívelo! —grita otra vez, sin dejarlo hablar. 

Su oportunidad está cerca. Tiene ganas de sonreír. Sus manos dejan de temblar, pero vuelve a concentrarse en ellas.  

—¡Jack, luz! —grita, asustado. 

El ventilador suspendido del techo empieza a girar de manera suave. Fuera la luz sigue apagada.

—Mierda —dice el comandante mientras mira hacia la terraza.

El cielo esta muy nublado, ha anochecido y es luna nueva. 

—¡Salga al balcón! —ordena el comandante

A Eloy le empieza a cansar el tono déspota del comandante. Fuera reina una densa oscuridad. La terraza es pequeña. Un espacio diminuto en el que están el soldado con su fusil al fondo, Eloy en medio, el comandante con la linterna al lado de la puerta. Flinker con el foco va señalando objetos. Empieza con la bicicleta. Se entretiene un rato. Mira las ruedas, hay restos de fango también en los pedales y el manillar. Eloy piensa que es una suerte que su bici no tenga faro. Su explicación del uso dado a la linterna suena más verosímil. 

El comandante Flinker dirige su atención a las cargas de pintura a presión. Hay de varios litros y muchos colores. Se agacha y lee las etiquetas para cerciorarse que los cilindros son lo que parecen. 

Ilumina una jaula de mimbre vacía. Tiene la puerta abierta y cuelga de un gancho de la pared. Parece que hace tiempo que no la habita ninguna ave. 

Eloy empieza a inquietarse. No tiene explicación para lo siguiente. Intenta pensar en cómo podrá justificar el trípode y su catalejo. El soldado tapa el trípode. No tiene ni idea dónde habrá rodado el catalejo. La oscuridad es de ayuda. Eloy sigue sin encontrar una excusa convincente y teme los flashes de la linterna del comandante en el balcón. Mira al faro. Espera que no se interpreten como señales. Nada podría hacer si desde el otro lado de la costa aparecen respuestas luminosas. Si además halla el trípode y su catalejo hacer una asociación de ideas será muy fácil. Solo necesita que la suerte le sigua asistiendo.

De golpe, el comandante enfoca al exterior, hacia la zona ajardinada tres pisos más debajo. Primero realiza una ojeada más cercana, luego una más general. Lo hace muy lento, como si fuera una baliza móvil. Eloy suda frío. No puede evitar otear hacia el faro. 

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